En Montparnasse coincidió con artistas como Picasso, Joan Gris, Angelina Beloff o Diego Rivera; con los dos últimos vivió y compartió piso. Entre ellos gozó de reconocimiento y del prestigio que en España se le negaba en aquellos momentos al cubismo y, como era propio de aquellos años, a cualquier mujer artista. De hecho, sus intentos de instalarse de nuevo en España acabaron en fracaso. Hubo excepciones: Ramón Gómez de la Serna siempre apreció su excepcional originalidad, que le hacía ser libre incluso dentro de un movimiento de vanguardia. La generación del 27 admiraba su valor y su capacidad para ver más allá de las formas y aún así, conservar el mismo espíritu. El periodo de entreguerras pulió su mirada, y los encargos, de los que dependía para sobrevivir, condicionaron algunos de sus temas, a los que aún así transformaba en lo que ella era: una herida abierta a la vida.
El dolor físico y las necesidades económicas la acompañaron en sus últimos años. Uno de sus consuelos, quizás el más inesperado, fue la religión: sus pinturas, y ella misma, adoptaron algo de místico, de tránsito hondo, desprovisto de apariencias.
Murió muy joven, en 1932, a los 51 años, de tuberculosis. Durante muchos años, su obra y su figura pasaron inadvertidas, casi olvidadas. Sin pareja, sin descendientes que velaran por su legado, el reconocimiento le ha llegado tarde, pero no admite ya vuelta atrás. No tras ver sus cuadros y adivinar en ellos esa voz, esa mirada única, esa capacidad de salir de su cuerpo, de su momento, de su entorno, hacia lo absoluto.